Amanece a orillas del lago Naivasha (Kenia), los rayos del sol perturban la tranquila placidez de sus aguas con mil destellos dorados, realzando el colorido malva del tapiz de jacintos acuáticos que cubre su superficie. Bordeando ese lugar mágico, gigantescas acacias amarillas y papiros de esbeltas siluetas se elevan hacia el intenso azul del cielo africano.
A pocos metros, rompiendo la armonía del paisaje, el mar de plástico de los invernaderos deja entrever la sinfonía multicolor de rosas, lirios y claveles, a los que dedican su vida miles de mujeres. Son flores de piel negra, trabajando de sol a sol para conseguir rosas de tallo largo, sin espinas, con apretadas corolas color rojo aterciopelado, de una belleza casi idéntica, pero sin aroma.
El ejercito de trabajadoras avanza ligero desde los poblados de barracas que rodean las plantaciones, deben de llegar puntuales a la faena y obedecer sin rechistar las ordenes del patrón. Han aprendido a ser humildes y dóciles, si no quieren ser despidas por cualquier motivo, saben bien que su sueldo es el sostén de la familia. Entre ellas caminan Evolet y su hija Yaretzi dispuestas para un duro día de trabajo. Hay que cortar las rosas, prepararlas para seducir vistiéndolas de papel celofán, adornadas por un lazo pintado con los colores de una bandera, solo les falta un toque de perfume. Después deben empaquetarlas con especial cuidado para ser transportadas al aeropuerto de Nairobi. Desde allí, cuatro horas más tarde, llegaran a su punto de destino, Cataluña.
Evolet seca el sudor perlado que cubre su frente de ébano, profundas arrugas delatan el nerviosismo que la abruma. No puede evitar un gesto de angustia recordando que allí vive Morani, su compañero Sigue leyendo