Estilo: poesía
Traducción: Jesús y Fabio López P.
Edición: Jesús Lopez Pacheco
Editorial: Cátedra
Ollie McGee
¿Os habéis fijado en un hombre mustio y cabizbajo
que deambula por el pueblo?
Es mi marido, que con secreta crueldad,
nunca confesada, me robó juventud y belleza.
Hasta que, llena de arrugas y con los dientes amarillos,
perdida la dignidad y de vergüenza humillada,
me bajaron a esta tumba.
¿Y qué creéis que le roe a mi marido por dentro?
¡La cara de la que fui y la otra que hizo de mí!
Las dos le están llevando al sitio donde yazgo.
Logro mi venganza después de muerta.
Amanda Barker
sabiendo que yo no podía dar la vida
sin perder la mía.
Así entré en mi juventud por los pórticos del polvo
Caminante, en el pueblo en que viví creen
que Henry me amó con amor de esposo.
Desde el polvo proclamo
que me mató para satisfacer su odio.
Análisis: Edgar Lee Master consigue hacer realidad la popular sentencia “Si los muertos hablaran” a través de su poemario “La Antología de Spoon River “(1915). Un pueblo inventado donde solo se escuchan las voces de los muertos, que reinterpretan unas veces con amargura, otras con ironía, los epitafios y los motivos escultóricos que adornan sus tumbas. Son autobiografías comprimidas, testimonios, confesiones o acusaciones póstumas, presentadas ante “El tribunal supremo” del más allá para ser revisados cuando ya “todos duermen bajo la colina”
El abogado Edgar Lee, les da la oportunidad de contar su historia real, la que se esconde tras las bellas dedicatorias. Ya que en la ciudad de los muertos no tiene sentido mentir, el miedo al que dirán y la vergüenza desaparecieron en el mismo instante en que perdieron la vida, convirtiendo acciones, omisiones y consecuencias en hechos irreversibles, por eso cada composición deja el regusto amargo que provoca escuchar un “tardío acto de contrición”
Whedon, director de periódico
Ser capaz de ver todos los aspectos de cada asunto;
estar en todos los sitios, serlo todo, no ser nada durante un tiempo;
falsear la verdad, subirte a su grupa cuando te conviene;
manipular los grandes sentimientos y pasiones de la especie humana
con segundas intenciones, con fines astutos;
llevar, como los actores griegos, una máscara
—tu periódico de ocho páginas—, tras la que te acurrucas
para declamar por el altavoz de los grandes titulares:
«¡Éste soy yo, un gigante!».
Vivir así la vida de un ladrón furtivo,
envenenado con las palabras anónimas
de tu alma escondida.
Echar tierra, si te lo pagan, a los escándalos,
desenterrarlos a los cuatro vientos por venganza
o para vender más periódicos,
aplastando vidas y reputaciones, si hace falta;
ganar a cualquier precio, salvo el de tu propia vida;
ostentar un poder diabólico que socava todo civismo,
como un muchacho paranoico que pone un tronco en la vía
y hace descarrilar al expreso.
Ser director de un periódico, como yo lo fui.
Y luego yacer aquí, junto al río, justo en el lugar
donde desaguan las alcantarillas del pueblo
y se arroja la basura, las latas vacías
y se esconden los fetos.