Al atardecer todas las niñas del pueblo vestidas de oscuro y con un pañuelo portugués anudado al cuello nos reuníamos cerca del cruceiro, luego acompañadas por nuestras madres caminábamos hasta la ladera de una colina, allí nos esperaba una gran fogata que habían encendido los hombres. Entonces entrelazadas las manos y formando una rueda cantábamos en torno al fuego, mientras los adultos arrojaban castañas y acercaban boniatos a la hoguera.
Cuando la lumbre se apagaba y no quedaba más que ceniza, la cogíamos con los dedos y entre risas nos tiznábamos la cara hasta parecer “animas en pena”. Después de comer castañas y boniatos, siempre surgía de alguna cesta un enorme roscón que habían preparado las mujeres en un antiguo horno comunitario, mientras lo repartían en el centro del circulo aparecía una “bruxiña” que contaba historias espeluznantes, la más aplaudida era la de la Santa Compaña.
Nos contaba que años atrás, en un anochecer de “fieles difuntos”, un labrador volvía a su casa después de un duro día de trabajo, cuando de pronto el bosque entero enmudeció, el viento dejó de soplar entre las hojas de los árboles y el resplandor de la luna, que ya brillaba en el cielo se volvió opaco. De entre la maleza ascendía un fuerte olor a cera quemada, instintivamente movió la cabeza buscando su procedencia, aterrorizado descubrió pasando frente a el dos filas de seres casi etéreos, vestidos con túnicas blancas y portando grandes velas encendidas. Con horror pudo ver al final de la procesión una silueta femenina portando una cruz. !Era su mujer¡, enferma desde hacia unos meses sin que ningún médico pudiera descubrir la causa de su mal.
María se acercó a el con gesto de profundo cansancio y mirándole con tristeza le entregó la cruz, que el pobre desgraciado aceptó, sin saber que firmaba su sentencia de muerte. A partir de aquel momento mientras ella recuperaba la salud, su hombre amanecía cada mañana más cansado, mas delgado, más pálido, al poco tiempo murió sin que nadie pudiera imaginar porque…
Mª Jesús Mandianes